ALASKA.

VERDE, AZUL Y BLANCO

Circulamos en una furgoneta Ford Wagon, el espacio es reducido, lo suficiente para sentir el calor humano que nos damos unos a otros; fuera hace frío; la niebla oculta el paisaje. Atardece pero no anochece y, en el reproductor de compactos, suena una canción de James Taylor, You’ve got a friend:


“… Si el cielo sobre ti
Se hace más oscuro y se llena de nubes
Y ese viejo viento del norte empieza a soplar
Mantén la calma y llámame en voz alta
Y pronto estaré golpeando a tu puerta.
Tú solo grita mi nombre, y tú sabes que donde sea que esté
Vendré corriendo a verte otra vez.
Invierno, primavera, verano u otoño
Todo lo que tienes que hacer es llamar
Y estaré ahí…”

Viajamos por la solitaria inmensidad de la naturaleza, hace rato que no nos cruzamos con ningún vehículo. ¿Dónde están los pueblos y sus habitantes? Sólo los buzones que, en alguna ocasión, aparecen en la cuneta, dan testimonio de que tras los árboles hay alguna casa. La superficie per cápita es enorme, excesiva para mi forma de vida. ¿Cómo podría superar los oscuros, silenciosos y fríos inviernos, el aislamiento, la soledad…?
A la llegada, nos espera alguna umbría taberna decorada por un dueño que parece tener el síndrome de Diógenes; dólares, animales disecados, llaveros, sujetadores y todo tipo de cacharrería cuelga de paredes y techo.
En la barra, unos paisanos charlan animadamente, entre trago y trago, huyendo del silencio del espacio. En sus rostros de piel curtida y rasgos nobles, se refleja la dureza del clima. Es gente fuerte, gente que casi tiene olvidado su lugar de origen; muchos vinieron como aventureros sin destino, pero el destino les asignó un lugar en estas tierras.
No parecen notar nuestra presencia, suena música…

Mientras bebemos y reímos, sueño con el paisaje oculto desde el primer día, deseando que mañana se abra la cortina y me muestre las cumbres blanquecinas.

Un día más, a la niebla se le ha sumado la lluvia, nos dejamos llevar, la naturaleza manda. Carretera, música country, adormecer que oculta los pensamientos íntimos. Fuera hace frío, el telón está echado. Al atardecer nueva taberna, el mismo decorado. Cerveza Amber, suena la música Country de Lyle Lovett en el ambiente:

Darlin' don't walk out on me
Tryin' to teach me a lesson
Thinkin' you'll come back to a
better man
If you don't like the way things go
Just stay here and tell me so
'Cause there's one thing about me
You've got to understand…

Otra jornada, el lienzo denso y grisáceo juega caprichosamente con mis anhelos, a veces toma la textura de fino tul opalino dejándome entrever su tesoro oculto.
Más niebla, más lluvia…
Fuera hace frío, en el interior suena la música.

El tiempo, lentamente empieza a mejorar; sin prisa, con calma. El telón se abre y da comienzo el gran espectáculo.
Cumbres abruptas, salpicadas de glaciares, arañan en las nubes; bosques interminables y tupidos de esbeltos abetos que, mudos, se aferran a su espacio, temiendo que en un descuido, otro se lo pudiese ocupar. Praderas regadas de colores; violetas, orquídeas, no me olvides… corren a dejar sus semillas antes de que el frío les paralice la vida. Osos, alces, renos, lobos… son los actores; todos parecen tener prisa, van y vienen en busca de alimento, el invierno se acerca, y entonces un tapiz de esponjoso algodón blanco cubrirá el escenario, pero ahora el paraíso es suyo.
En las gélidas aguas, otros viajeros nadan contra corriente, salvando los obstáculos de las pendientes y el acecho de los osos y pescadores; los salmones también muestran premura por asegurar su descendencia; sólo los más fuertes lo conseguirán, el resto pasará a formar parte de la cadena alimenticia.
En el cielo, batiendo enérgicamente las alas para a continuación planear sobre mí, un águila de cabeza blanca, el águila calva de gran envergadura me mira con curiosidad. Las veré en más ocasiones durante el transcurso del viaje; a veces, bañándose en un lago otras, con las plumas ahuecadas secándose en lo alto de un poste, o subida en lo alto de un árbol oteando el paisaje, con las plumas blancas teñidas de rojo después de haberse dado buen festín. Siempre majestuosa, siempre en alerta; permanezco en su campo de visión y nunca paso desapercibida para ella.
El Gran Sello de la nación que certifica todos sus documentos, ha elegido un buen vigilante.

Camino por los bosques, por las laderas de los glaciares, alrededor de los lagos; con lluvia, niebla o sol. Hay que caminar.
Entre los abetos se filtran suaves hilos de luz, las raíces de los árboles ponen todo su empeño en deshacer los senderos a modo de entorpecer el paso de los intrusos. De vez en cuando excrementos de oso, más o menos recientes.
El silencio se rompe por el palmear de alguno de nosotros dando el aviso de que estamos aquí y que avanzamos, pretendiendo que el oso se espante. A pesar de nuestro ruido, por dos veces hemos visto a alguno al lado del camino.
El bajo bosque, en ocasiones, es una gruesa y mullida cobertura de musgo; otras, está tupido de helechos, arándanos, rosales silvestres y más plantas que desconozco. De vez en cuando los hongos decoran el suelo con lunares de diferentes tonos, pequeños cristales de gotas transparentes cuelgan de las hojas. Me siento como el gnomo que mora en las entrañas del boque mágico. Camino a la vez que picoteo arándanos y moras rosas.
No puedo evitar recordar al protagonista de la novela “Hacia tierras salvajes” basada en hechos reales: un joven aventurero, Christopher McCandless, personaje que, por estos mismos parajes, buscó la esencia del ser humano a través del contacto con la naturaleza, alimentándose de los recursos básicos que podía obtener de ella, su final se produjo cuando comió una bayas desconocidas y se intoxicó.

Vuelo sobre glaciares y entre montañas. A mis pies grandes alfombras verdes con perfiles ondulantes, entrecortadas por el fluir de las aguas del deshielo. Los altos abetos parecen briznas de hierba. Todo es quietud, el bosque oculta la vida de su interior, como un día ocultó el antiguo camino por el que caminaban penitentes, aquellos pioneros contagiados por la fiebre del oro, un viaje similar al de los salmones. A veces, no llegaban a su destino y sólo los más fuertes lo conseguían. El paisaje, moldeado por glaciares, temblores de tierras y cambios climáticos, únicamente se ve alterado por la sombra de nuestra avioneta.
El destino es un antiguo pueblo abandonado al pie de un glacial que tuvo su esplendor cuando se extraían las riquezas del vientre de su suelo y súbitamente, vino el ocaso. Caminar por él, me transporta en el tiempo, todo está decrépito pero intacto. El olor del hollín que generaba el convoy mercancías, impregna la madera de las viviendas, en el silencio escucho el bullicio de otros tiempos.
Camino entre alisos, a un lado y en un plano inferior, el glacial acompaña mis pasos. Un suave perfume baña la atmósfera, es ese olor fresco a tierra mojada en un día soleado, que a pesar de estar el suelo seco, nos revela que ha llovido.
De pronto, el silencio se ve roto por el crujir de unas ramas, a la vez, una gran masa negra se deja caer al suelo; el oso me observa desconcertado y con ojos de inocencia, intuye el peligro y el ruido de mis pisadas le inducen a huir. Todo ha transcurrido en un instante, descubro inquietud en mi interior pero en ningún momento he sido consciente de haber estado en peligro.
Ya no llueve, los jirones del telón, enredados entre las montañas, van desapareciendo según avanza el día.
Navegamos en ferry para desembarcar en lugares incomunicados por tierra, con nosotros viaja la furgoneta. A lo lejos, en la costa, manchas blancas flotan en el agua; son los hielos que se desmiembran de los glaciares. En la orilla, las montañas se rompen en una brusca unión con el océano. En lo alto, el inmenso campo de hielo deja que los glaciares vayan resbalando por los valles hasta llegar al mar. En alguna ocasión un iceberg se acerca al barco dándonos la bienvenida.
Dejamos tras nosotros frailecillos de colorido pico nadando en el agua, delfines que de vez en cuando dan un salto acrobático y se sumergen, sobre alguna roca leones marinos y focas dormitan al calor del sol, nutrias marinas que se balancean acunadas por el agua y, a lo lejos, alguna ballena.
Baja la temperatura, el hielo me hipnotiza. Está cerca, lejos, a los lados, en el frente… El color blanco despliega su abanico de tonalidades, la pureza del agua congelada se desvela por los azules cristalinos. El aire es tan limpio que no se aprecia olor alguno. En cualquier momento el silencio se rompe por las detonaciones que emite el glacial, avisándonos de un nuevo desprendimiento. Con frecuencia veo la caída del hielo al agua y a continuación el nacimiento de una gran palmera blanca como si de fuegos artificiales se tratase.
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Esta vez viajo en hidroavión; nos adentramos en tierras más inhóspitas, bellas y salvajes, la naturaleza me regala sus más preciados paisajes.
El buen tiempo nos corteja. Una pequeña barca me acerca hasta la orilla. La representación va a comenzar, en esta ocasión formo parte del espectáculo.
Todo nosotros caminamos juntos, como si de una sola persona se tratara. Nos dirigimos hacia la desembocadura de un río. Avanzamos, en silencio, por el lateral derecho; las hierbas que nos llegas hasta la cintura, a veces caídas, nos marcan los senderos por donde los osos han pasado anteriormente; estamos acercándonos al margen del río y tomamos asiento en el suelo, cerca del agua.

Las bulliciosas gaviotas manchan de blanco la superficie del río. En el agua, los últimos salmones nadan a contracorriente y, el paisaje está salpicado de osos grizzly que se afanan en pescarlos.
Una madre y sus dos simpáticos oseznos esperan pacientes la oportunidad de entrar en el río, cuando lo logran, la hembra demuestra su gran espíritu materno, cediendo a los pequeños parte de su captura; mientras ellos chapotean tras los salmones, fracasando en el intento.
Dos osos pelean distraídamente, sin percatarse de que, en breves momentos, la presencia de otro oso más corpulento convertirá en inútil el empeño que ambos están poniendo, por hacerse dueños de la mejor área de pesca.
Osos jóvenes corren de aquí para allá, el agua los baña al golpearla. Se zambullen, con frecuencia los salmones se resbalan entre sus zarpas, salen chorreando, el juego prosigue.
Los más longevos esperan en la orilla, mueven la cabeza de un lado a otro, aunque parecen distraídos, observando el fondo del río y, únicamente, cuando suena la alarma, se sumergen en el agua. Casi siempre, la ruleta de la fortuna está de su lado.
La sensación que abrigo es impresionante, similar a las que contaba en sus grabaciones el ecologista Timothy Treadwell, el ser atormentado que huyó de una sociedad en la que no encajaba, el “Grizzly man” que convivió y filmó a los osos durante más de una década; pero sin ese punto de ofuscación que le condujo a morir entre las zarpas de uno de ellos.
En algunos momentos del día estoy rodeada de osos pero, siempre existe una frontera invisible que nos separa. Me ignoran, solamente los más pequeños miran de vez en cuando con curiosidad y prosiguen con su juego.
Todos mis sentidos se agudizan, el deseo de acariciarlos es contenido por la sensación de peligro, no olvido que por algún motivo su nombre biológico es horrible oso del norte. El visado para cruzar esa frontera nunca se debería conceder.
Cuando la marea sube, nos desplazamos río arriba; poco después ellos acuden por el agua, por la orilla de enfrente; acuden por nuestra espalda, si aparecen entre las hierbas, a nuestro lado, retroceden y se alejan buscando otro camino para entrar en el río.
Las horas han pasado rápido, el día termina y desandamos el camino hasta llegar al hidroavión. En el viaje de regreso, el silencio respeta mi embelesamiento, en mi retina perduran las imágenes y en mi espíritu, la emoción.
En el crepúsculo, en otra taberna, otra jarra de cerveza, otros clientes, las mismas conversaciones. Salgo de la abstracción en la que nos hallaba sumergida. Suena una canción de James Taylor, You Can Close Your Eyes:
…It won’t be long before another day
We gonna have a good time
And no one’s gonna take that time away
You can stay as long as you like…


Hoy el recorrido llega a su fin, la carretera nos conduce hacia el aeropuerto, un avión nos espera; nos alejamos de Alaska…

Fuera hace frío, dentro suena la música.
(Amparo)